Prospectiva

“¿Che, y… qué es eso?” suele ser una de las preguntas más frecuentes que uno escucha al presentarse con otras personas desde que empieza a estudiar Comunicación Social. Y, eso, si las personas se animan a indagar; por lo general la mayoría hace algún gesto como de comprender, porque teme develar su desconocimiento o porque no le suena lo suficientemente intrigante como para molestarse en preguntar. Con los años uno va ensayando respuestas: desde la fácil “es como periodismo”, pasando por la un poco más elaborada “puedo trabajar en una organización planificando y llevando a cabo su relación con los distintos públicos”, que siempre empieza con un suspiro, y hasta la actual y reductora “¿viste lo de community manager? Bueno, algo así”. Lo común de estas respuestas es que todas se encuentran con la insatisfacción de estar incompletas, de no ser precisas, de no ser lo suficientemente abarcativas ni lo necesariamente concretas. Y lo más maravilloso ocurre justo cuando uno cree que encontró el modo perfecto de encarar el asunto; en ese momento te topás con que para vos mismo cambió lo que la comunicación significaba.

Pero ¿cómo es que la comunicación social, siendo el fenómeno más transversal de la especie humana (con humildad) y siendo que todos la ejercen día a día, es tan poco clara para gran parte de las personas, inclusive para aquellos que la estudiamos? Empezar a esbozar una respuesta requiere, como mínimo, plantear esta pregunta, porque parecería que ahí mismo se encuentra la semilla de su explicación. Es que la comunicación es, sin sonar cursi, el todo y la nada al mismo tiempo. Es todo porque abarca la totalidad de las formas en que los humanos nos relacionamos y es nada porque no significa ninguna de esas formas en particular. Es abstracta e inexistente por sí misma, es un fenómeno que cobra vida cuando dos o más entes entran en contacto (dejemos de lado el hablarse a uno mismo) y que puede tomar infinitas formas y manifestarse de múltiples maneras.

Otra cuestión que complica un tanto más el asunto refiere a dos dimensiones intrínsecas de la comunicación social: entender la comunicación como ciencia a estudiar y, por otro lado, entender la comunicación como espacio de intervención y gestión.

Vivimos en una época signada por dos grandes procesos antagónicos: internet, con todo lo que ésta implica: la accesibilidad a la información universal, la llegada instantánea a otros países, la interacción e intercambio constantes, la cultura de la colaboración y la creación conjunta, la horizontalización de la información; y por el otro, el creciente fanatismo, que va desde el extremismo político hasta el fundamentalismo religioso o el terrorismo asesino. El primer proceso, puede llevarnos a un real crecimiento social; mientras que el segundo, a nuestro más profundo declive.

El desafío de la profesión, pero no a futuro sino imprescindiblemente en la actualidad, debería ser el de rescatar ese sentido primario de la comunicación en cuanto a fenómeno social. Como seres humanos que vivimos en sociedad, que nos necesitamos los unos a los otros, que compartimos un espacio y un tiempo históricos, nos es vital comunicarnos. Y qué mejor que comunicarnos bien para lograr convivir pacífca y armoniosamente.

Trabajar por y para esto implica buscar la sinergia y concreción de dos instancias:
Abogar por la plena garantización de los derechos de la comunicación (el libre pensamiento, expresión, difusión, publicación de opiniones e informaciones, y el acceso a la información).
Con el ejercicio de éstos: trabajar para construir sentidos sociales más horizontales, democráticos, plurales y de respeto y armonía, lo cual exige como punto de partida el reconocimiento y la escucha del otro.

Las cosas del mundo adquieren más sentido gracias a cómo las nombramos y a cómo interactuamos con ellas que por su materialidad objetiva, y si los comunicadores sociales nos proponemos trabajar en esos sentidos que se construyen en las relaciones sociales, para lograr un mayor respeto, reconocimiento y aceptación del otro, entonces podemos servirle a la sociedad.

Los comunicadores sociales deberíamos tomar el compromiso de trabajar por conseguir que los seres humanos que habitamos la tierra primemos aquellas formas de comunicación que se basan en la comprensión, en la escucha del otro, en la concepción del otro como fin y no como medio. Lo que nos permitirá emprender un camino hacia una mejor utilización del diálogo, para acercarnos los unos a los otros, cooperar y convivir.

Papeles de la infancia

Debía tener alrededor de diez años cuando escribí en un papel una lista de profesiones que refería a todo lo que quería ser cuando fuera grande. Me preocupaba no tanto qué vaya a ser, sino más bien cómo hacer para lograr ser un poco de todo eso y no renunciar a ninguno de los ítems allí descriptos.

Eran doce. Doce profesiones y oficios para los cuales creía haber nacido. Psicóloga, guardaespaldas, científica, secretaria y bailarina de bailanta, eran algunos de ellos. Y cerraba esa lista con “ser feliz”, creyendo que debía ser lo más importante; porque me creía bastante piola resaltando eso por encima de otras cosas, pero también –supongo hoy– porque era producto de una infancia de principios de los ´90 que creció a la par de las telenovelas infantiles de Cris Morena, de ciclos televisivos como Un sol para los chicos, de padres que, para ser mejores que los suyos, nos pintaban un mundo hermoso y esperanzador, en el cual era posible un cambio…

Cambiar el mundo… otro capítulo de esta historia. Elija ser lo que fuere, estaba segura de que además, quería cambiar el mundo e iba a lograrlo. Creía, de manera totalmente narcisista, que el mundo estaba esperándome para que lo mejore, para que ayude a toda persona que lo necesitase, para que termine con las guerras, con la pobreza, con el hambre. Soñaba con una sociedad en la que no importe enriquecerse, sino contar con una educación, con comida y un techo. Esas ideas inspiraron mi primer y (casi) única canción compuesta, titulada “La plata no importa” y asentada en otro pedazo de papel de esa época.

Creo que con la adolescencia se intensificó esa necesidad de cambiar el mundo, aunque ya no tanto desde el cliché sentimental sino con un tono más de lucha social. Y realmente creí ser parte de eso con todas mis acciones, elecciones y trato hacia los demás y hacia el entorno. Vivíamos todo con pasión, jugando a ir a los extremos de nuestras capacidades, desafiando todo lo que se nos cruce, creyéndonos imparables y todopoderosos. Y es que algo de eso habrá, porque entonces hacíamos cosas para cambiar el mundo y que algún mundo habrán tocado.

A veces me pregunto qué pasaría si todos eligiéramos, finalmente, ser de grandes aquel o aquella actividad / profesión / vocación / oficio / pasatiempo / camino con el que sintiéramos que podemos cambiar el mundo. Sea el arte, el deporte, la medicina, la protección ambiental, el diseño, el periodismo, la cocina, el turismo, la carpintería, la política, la psicología, la química, la educación, la filosofía, el ocio, el entretenimiento, el comercio, la música… ¿cómo sería todo si al levantarse a la mañana cada uno fuera a hacer esa actividad, sin importar cuál, creyendo que a través de ella está cambiando, está mejorando, está salvando al mundo…?

¿Tiene algo de sentido o sigo siendo esa nena de fines de los ´90 que escribe sueños sobre papeles?